lunes, 30 de septiembre de 2013

Al hilo de una entrevista

Empiezo a leer con atención la conversación entre Caballero Bonald y Pérez Azaústre que publicó el diario El País en su página web el día 23 de abril, en que le fue concedido al primero el Premio Cervantes, a la que accedo gracias a mi amigo Miguel y a su constante atención para estas cosas. Y, ya en el comienzo, me quedo más tranquilo al descubrir que , afortunadamente, el título miente y no se trata de una conversación, sino de una entrevista en el que el más joven pregunta y el más experimentado responde con la libertad que otorgan la edad y la confianza que proporcionan un sólido proyecto literario ya desarrollado. A pesar de la necesaria y poco cuidada labor de recorte y edición llevada a cabo para adaptar una secuencia de realidad al formato de una entrevista digital (en algunas ocasiones da la impresión de que Caballero Bonald aplicara aquella actitud que mi amigo Alejandro Barragán define como “pregúntame lo que quieras que yo te responderé lo que me salga de los...”), lo cierto es que las reflexiones y planteamientos del último Premio Cervantes se dejan leer con placer y son un impulso intelectual para cualquiera que esté atento, interesado y muestre cierta tendencia a la conceptualización del hecho literario. Durante la lectura de la entrevista, me ha llamado la atención que, en muchas de las respuestas de Caballero Bonald, se deja traslucir cómo, al indagar en su infancia, al buscar en los orígenes aquéllas circunstancias que le llevaron a la escritura como decisión vital, hay una constante alusión a su necesidad o gusto por imitar las acciones de héroes de tebeo como Flash Gordon o de personajes reales ligados al mundo de la literatura y caracterizados por su carácter intrépido y aventurero. Tengo que confesar que me ha encantado esa dirección del análisis y, desde ese punto de vista, esto implicaría, yendo un poco más lejos, una concepción del acto de escribir como un proyecto de aventura vital y, de esta forma, requeriría de quien escribe un alto nivel de valentía. No podemos olvidar que escribir (en general, pero, más concretamente, la escritura de poemas) supone siempre la concesión de una parcela íntima, de un pensamiento privado que se hace público desde el mismo momento en que se codifica en palabras con un formato que pueda ser inteligible para un futuro lector. Porque está claro (y esto es innegociable) que todo lo que se escribe está pensado y diseñado para la implicación de un lector. La decisión de escribir es, en cierto modo, incívica. Supone una declaración de intenciones, en la que, implícitamente, se deja claro que se está dispuesto a renombrar el mundo, a redefinirlo, a imponer un punto de vista, a tomar un posicionamiento dentro de una corriente intelectual antigua y, al mismo tiempo, exclusivamente personal y reinventada. Y, al hacer todo esto, se asume un riesgo claro, pues el escritor se expone ante la sociedad para que ésta le juzgue. Lanza su obra a la arena pública y espera que las voces, más o menos autorizadas, elaboren un dictamen o una condena, se debatan entre la indiferencia, el rechazo y la adulación. Si la escritura, como aclara el propio Caballero Bonald, en su actividad de arquitectura de palabras, no es una suplantación de la realidad ni una mera copia, sino una interpretación la misma (una reconstrucción lingüística me atrevo yo a añadir), cada escritor, como arquitecto de discursos, tiene ante sí la inmensa e inabarcable tarea de creación de una esfera de realidad propia, intrínseca, específica, diferenciada. Dicho así, asusta. Dan ganas de no intentarlo y de recomendar a cualquiera que esté empezando que lo deje ya, que se trata de una pérdida de tiempo y, de hecho, no abundan precisamente “los Borges” o “los Lorca”. Aunque también es cierto, que este proceso de creación es lento y muy largo y que sólo pueden intuirse algunos resultados parciales después de muchos años y cuadernos emborronados. Además y, en todo caso, si no se culmina el edificio completo, siempre podrá quedar la satisfacción de algún ladrillo, especialmente, bien colocado.

viernes, 27 de septiembre de 2013

Homenaje a Miguel Delibes

Le sentaron muy bien a mis dieciséis años una de las lecturas obligatorias con las que nos sentíamos agobiados en el instituto. Corría el curso escolar 1992 / 1993 y el profesorado responsable de la asignatura Literatura Española del plan de estudios de BUP (qué raro suena eso de decir Bachillerato Unificado Polivalente), tuvo la feliz idea de imponer como lectura obligatoria de uno de los trimestres una novela de Miguel Delibes, El camino. Recuerdo haber comprado un ejemplar de la Editorial Destino y me gustaría dar los datos habituales que suelo aportar cuando escribo sobre los libros que voy acabando. Pero lo cierto es que tengo que admitir con tristeza que he tenido que preguntarle al “amigo” Google para poder aportar la fecha de la primera publicación del libro: 1950. No es difícil entender el sentimiento que me produce haber perdido, tras un préstamo, un libro tan especial para mí. El camino es la historia de Daniel, el Mochuelo, un niño de 11 años que afronta su última noche en su pueblo natal, un pueblo que podría ser cualquier pueblo de la España interior de aquellos años. Cuando llegue la mañana, Daniel partirá hacia la ciudad a estudiar Bachillerato en un internado y los nervios y la inmensa tristeza de descubrir que el paraíso de la infancia también se acaba, no le dejan dormir. Pasará la noche recordando sus correrías con los amigos, repitiéndose una y otra vez que prefiere la vida sencilla y predecible del pueblo a la enigmática y llena de nuevas posibilidades vida de los estudios. A través del recuerdo de Daniel, asistimos a una imagen precisa y verosímil de las vidas rurales de aquella España. El camino fue, para aquel lector inconstante un aprendizaje por debajo del umbral de la conciencia de los mecanismos y las satisfacciones asociados al género novela. Fue uno de aquellos libros que me fueron empujando muy lentamente a hacia el hábito de lectura, los rudimentos de un hallazgo, la intuición de que había mucho que hallar en la comunión del silencio y la página. Fue también, además, una de mis primeras incursiones en la escritura narrativa. Amor, aquella profesora de literatura a la que no presté siempre la debida atención, tuvo la idea de hacernos escribir un capítulo adicional, una especie de epílogo. Y, ante todo, fue el descubrimento de uno de mis novelistas preferidos, el gran Miguel Delibes que, con los años, fui degustando en muchas otras novelas. Algunas de las páginas que más he disfrutado pertenencen a esos largos monólogos que Delibes traza en algunas de ellas como Cinco horas con Mario y Mujer de rojo sobre fondo gris. Y qué puede decirse de Los santos inocentes, otro de esos textos que, como Cinco horas con Mario, es fiel retrato de aquella realidad disociada que se escondía tras la expresión “las dos Españas”. Aún me sigue durando la larga y alegre complicidad que desencadena Diario de un emigrante. Mucho menos me gustaron El tesoro y El hereje, ésta última abandonada entre fuertes sentimientos de culpabilidad por la traición al maestro. Quedan en el debe y es posible que algunas queden ahí para siempre por mi empeño en vivir y mi falta de disciplina, Las ratas, El príncipe destronado, Diario de un cazador, Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, Diario de un jubilado, La hoja roja... Siempre tuve la sensación de deberle algo a Miguel Delibes, la íntima necesidad de mostrarle un agradecimiento, de reconocerle, de alguna manera humilde y anónima, las horas de felicidad absorta que pasé ante su caudal inagotable de narrador de un país muy distinto al que yo he vivido y que, sin embargo, nunca deja de ser el mismo. Desde el final del pasado curso escolar, en el que tuve la suerte de empezar a ejercer la docencia en un centro de Educación de Adultos, puedo decir con satisfacción que, en cierta medida, estoy procediendo a ese homenaje. En mis clases de Formación Básica, en las que un sorprendente grupo de mujeres en edad de jubilación y descanso, asiste cada tarde al colegio por el mero placer de un ratito de lectura, dictado y cálculo, estamos leyendo cada día una página de El camino. Sé que puede parecer una tontería, pero el mero de hecho compartir con mis alumnas un tesoro tan preciado me parece el justo homenaje que un maestro como yo puede hacer de un generador de sed, inquietudes y desvelos como fue Miguel Delibes.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Un Cervantes para Bonald

Al mirar la galería de distinguidos con el Premio Cervantes, experimento una sensación extraña. Supongo que es la misma sensación cuando repaso los galardonados de cualquier premio literario de gran trascendencia, porque recuerdo haber escrito algo muy parecido cuando cuando estuve examinando la lista de los que han recibido el Nobel. Así, a primera vista, lo de siempre. Por un lado, la reconfortante alegría de reconocer en la lista a esos genios de la lengua española cuyo reconocimiento nunca es suficiente, así como la presencia de otros que no siempre recibieron la suficiente atención académica, salvo quizá cuando ya estaban muy cerca de la muerte e, incluso, algunos, una vez muertos. En este sentido, es una tranquilidad encontrar en la lista de galardonados a Borges, Onetti, Francisco Ayala, Rafael Alberti, Nicanor Parra, José Hierro... Sin embargo, está también la otra cara de los premios. El pensamiento que surge cuando se leen con cierta sorpresa determinados nombres. Lo cierto es que, por absoluto desconocimiento o por insuficiente número de libros leídos, no puedo valorar la obra de Sergio Pitol, Ana María Matute, Torrente Ballester, Guillermo Cabrera Infante, José Jiménez Lozano, Carlos Fuentes... Sí puedo, en cambio, valorar, en cierta medida, la obra de Miguel Delibes, uno de los novelistas españoles a quien más he leído y por el que siento cierta predilección unida a una educación sentimental y a una total falta de objetividad. A pesar de ello, ante estos nombres, no puedo evitar hacerme una pregunta. No dudo en absoluto de la calidad y el talento de estos escritores, pero estamos hablando del galardón más importante en lengua castellana. ¿No es un poco desmesurado afirmar que todos estos nombres han contribuido con su obra de forma decisiva al patrimonio cultural hispánico? La verdad es que, incluso en el caso de mi admirado Delibes, no sabría que responder, indecisión que viene motivada (supongo que ya se intuye) por la inmensa cantidad de ausencias imperdonables en esta lista. No voy a entrar en nombres porque siempre cito los mismos. Pero es cierto que hay escritores, cuyo talento no ha podido superar la sensación de incomodidad que provocaron durante sus vidas a los sistemas académicos, culturales e institucionales. De la misma manera, hay escritores que han sido injustamente olvidados antes incluso de haber muerto, con obras cuyos títulos son vergonzosamente desconocidos para el público en general. Algunos con un solo poema, con un solo cuento, han contribuido de mayor manera a enriquecer la literatura hispánica que otros con más de treinta libros. Tengo que decir, en cambio, que no puedo reprochar al Cervantes una escasez de poetas en la nómina de premiados y un muy buen criterio, en general para elegirlos. Teniendo todos estos datos en cuenta, supongo que el fallo de la última convocatoria es una muy buena noticia. No es, precisamente, José Manuel Caballero Bonald, un autor a quien haya leído demasiado. De hecho, lo único que he leído han sido algunos poemas sueltos por pura curiosidad literaria durante algunos años que se ha agudizado estos días desde que está en todas las primeras, por decirlo en argot periodístico. Ésta es la única experiencia que tengo con el gaditano, además de una curiosa anécdota en la Feria del Libro de Sevilla, en la que, por mi culpa, aquel hombre pudo haberse roto el brazo derecho. Me parece una buena noticia porque todos los poemas que he leído me han resultado de una calidad notable y de un planteamiento serio. Me parece una buena noticia porque se está premiando a un poeta andaluz y, sinceramente, creo que todo premio a un poeta andaluz es el premio a la larga tradición, al largo idilio que mantiene nuestra tierra con el oficio poético y, por tanto, un premio a Bécquer, a Machado, a Cernuda, a Javier Egea, a Lorca... Por último, me parece también una buena noticia porque no es, precisamente, Caballero Bonald un poeta cómodo que se dedique a dar bálsamos al sistema en el que le ha tocado vivir. Desde el discurso formal y estrictamente poético que construye, hay una clara actitud de oposición y de resistencia. Por ello, me resultó muy gracioso escuchar a don Felipe, durante la entrega de premios, alabar a Caballero Bonald usando el término infractor. Qué fina ironía la que conceden los múltiples sentidos y contextos en los que se debate la vida de un idioma. ¿Estaría haciendo una velada referencia a ciertos asuntos de su familia?