lunes, 15 de julio de 2013

Otro divorcio

De vez en cuando, se me olvidan los motivos por los que no suelo asistir a la representación de obras de teatro. Alguien me llama, me ofrece un plan y acepto con naturalidad, mirando con escepticismo y cierta extrañeza hacia atrás y sin comprender muy bien a qué se deben las reticencias que, normalmente, antepongo en otras ocasiones. Y es, de esta forma, como acabé algún sábado en el teatro de Corrales, dispuesto a ver una obra de la que, inocentemente, me dio por pensar que tenía cierto tono trágico. En realidad, no sabía nada previamente, pero tengo la mala costumbre de dejarme llevar por la ficción de la expectativas que me construyo acerca de las cosas. Así que, de pronto, me vi frente a una comedia, frente al monólogo de una mujer joven atormentada que acaba por comprender, entre gritos catárticos y gestos de bailarina, que tiene que ser feliz porque ella-lo-vale. Es complicado después, ya en la calle, controlar las criticas y admitir con rotundidad que no te gusta nada lo que has visto, especialmente, cuando, durante la obra, el público ha aplaudido y reído hasta la extenuación cada una de las gracietas, mientras uno se ha sentido incómodo, como excluido de una celebración a la que, sin embargo, el azar le ha llevado como espectador o como testigo. La verdad es que siempre me causaron cierta tristeza las explosiones de júbilo y optimismo fundadas en causas que no acertaba a comprender o, directamente, no compartía. El caso es que, precisamente en esas circunstancias, toman sentido completo otra vez mis objeciones y prejuicios habituales frente a las representaciones teatrales. El teatro me interesa, casi exclusivamente, como una de las ramas de la Literatura. Según lo que puedo percibir, me da la impresión de que viene produciéndose desde hace ya muchos años un lento y progresivo divorcio entre la literatura y el teatro o, dicho de un modo más específico, entre los criterios de validación literarios y los criterios de validación teatrales. En este sentido, ya no es necesario para que una representación teatral sea considerada como “buena” que esté sostenida por una buena obra literaria de base, para que nos entendamos: por un “buen libro”. No es nuevo este fenómeno que sufre la literatura, de la que parecen querer divorciarse la mayoría de sus antiguos cónyuges, excepto quizá la narrativa. El teatro, desde que reclama su independencia total como disciplina, se ha llenado de un humor burdo y fácil, ha aceptado como algo natural la sobreactuación y el histrionismo, se ha adornado de contenidos sociales e ideológicos estandarizados, se ha convertido en un catálogo estereotipado de modelos de vida que ofrecen una felicidad neutra más propia del libro de autoayuda que de las funciones que cumplía en sus orígenes. Si, como todo parece indicar, se sigue por este camino, el teatro será, más que una disciplina artística, una actividad de encuentro social, como ocurre con la mayoría del cine que se consume en las salas comerciales. Me atrevo a hacer esta predicción porque, a diferencia de lo que ha sucedido con otros procesos de divorcio con la literatura (y pienso claramente en determinadas formas de poesía), esta deriva del teatro le ha llevado a ganar un público numeroso y entusiasta. Por otro lado, y esto sí es compartido con otros divorcios, ha ido creciendo un sector de bienintencionados emprendedores amateur que entienden que cualquiera puede hacer teatro y, lo más extraño, que cualquiera puede hacerlo bien. Supongo que es el destino de lo literario: la lectura como un acto íntimo y en soledad, alejado del ruido social y de toda utilidad que no sea el propio acto de cohabitación entre el lector y el texto. Yo, al menos, lo tengo claro y prefiero el gozo silencioso de la obra de teatro literaria como libro, como texto que se debe a una tradición para ensalzarla o violarla. Las coreografías psicodramáticas que triunfen sobre las tablas, la verdad, me interesan mucho menos.

miércoles, 10 de julio de 2013

Mi librero de referencia y la necesidad de una poética

No necesito buscar una excusa demasiado artificiosa para arrancar el coche, conducir hasta Moguer, aparcar en la calle Juan Ramón Jiménez e invadir durante un tiempo indefinido la librería de mi buen amigo José Manuel Alfaro. En ocasiones, le encargo libros, no porque necesite nutrirme de lectura en esos momentos (lo cierto es que no sé si alguna vez terminaré de leer todo lo tengo pendiente en casa), sino por fijar una pequeña obligación, un instante en el que tenga que romper la rutina siempre acuciada por la escasez de tiempo para hacerle una visita y dejar que la mañana o la tarde pase sin los habituales tirones de las prisas que manchan los días laborables. Creo que todos los que lo conocemos, estamos de acuerdo (y esta afirmación se la tomo prestada a don Manuel González Mairena) en que José Manuel es un auténtico librero y no simplemente el dependiente de una tienda en la que se venden libros. Si a esto unimos la común afición al vino y su gran conocimiento sobre el sector, se entenderá que mis viajes a su taberna de Babel estén más motivadas por las conversaciones que me brinda, por las recomendaciones de algún caldo que siempre le pido y, sobre todo, por el buen trato que uno recibe siempre. José Manuel juega también un papel importante como dinamizador y promotor cultural y, en la medida en que se lo permiten su vida personal y las difíciles circunstancias sociales y económicas en las que nos vemos inmersos, desarrolla labores de editor y de organizador de encuentros de escritores. Por si esto fuera poco, también está su tapada condición de poeta de la que no alardea y que mantiene siempre lejos del foco. Con estos ingredientes, la receta de nuestro diálogo desemboca inevitablemente en la cultura, pasa por el mundo editorial y acaba siempre en la poesía. Con frecuencia, en medio de una de esos buenos ratos (café o vino mediante) le hablo a José Manuel de algún poeta, de alguno de los libros que he leído recientemente, de algún poema. Es conocido mi interés por las poéticas, por los poemas en los que el autor traza su concepción sobre la poesía u ofrece una reflexión, encontrado un paralelismo entre algún aspecto de la vida o el orden natural y el momento intelectual en que se concibe el discurso poético. Y es aquí dónde encontramos siempre un punto de desacuerdo. Según lo que él mismo me dice, hoy en día, hacer una referencia a la poesía como entidad en el seno de un poema es “cargárselo” y provoca ya cierto cansancio, por su excesiva recurrencia. Por ello, se me ocurre hoy plantear esta cuestión: ¿sigue siendo necesario el planteamiento y la escritura de este tipo de poemas? Supongo que ya se adivinará que mi respuesta es positiva. Si bien es legítimo pensar que sería suficiente con las conceptualizaciones y estudios que nos ofrece, desde el ámbito teórico, la filología, desde mi punto de vista, estaríamos ignorando un aspecto crucial, definitivo: la poesía es un fenómeno fundamentalmente lingüístico. Más allá, la poesía supone la creación un código propio, de una forma específica de discurso y, como ya he apuntado otras veces, se convierte en un ámbito de creación de un conocimiento propio. En este sentido, no creo que pueda pensarse en una poesía que no se defina a sí misma, como tampoco se entendería que la psicología no ofreciera un concepto sobre la propia ciencia psicológica y se limitara a las definiciones del diccionario o las que se hicieran desde otros campos de conocimiento, por muy fronterizos que estos fueran. Por otro lado, tratándose de un fenómeno lingüístico, la poesía está muy cercana al pensamiento, a la esfera emocional, a la delimitación de una individualidad de carácter identitario. Es decir, su carácter lingüístico la convierte en un fenómeno exclusivamente humano y es, precisamente, el lenguaje, el ha hecho de la especie humana un ser con funciones psicológicas ampliadas, el que nos ha llevado a un grado de diferenciación interindividual tan amplio que, incluso, ha trascendido al terreno de lo que podría llamarse la psicología popular en la famosa sentencia, tan manida como indiscutible, que afirma que no hay dos personas iguales. Y este argumento, tan aparentemente simple, tonto si queréis, es el que me lleva a seguir defendiendo la necesidad de escribir poéticas, ya que no puede haber dos poetas iguales, ni dos concepciones sobre la poesía idénticas que nazcan de experiencias genuinamente distintas o, que siendo similares (y esto es lo fundamental), estén definitivamente marcadas por la distinta interpretación simbólica que cada personalidad individual pueda hacer de ellas. Y dicho esto aprovecho para mostrar mi más profundo respeto a mi amigo José Manuel Alfaro. Probablemente, sin interlocutores como él y como tantos otros de mis amigos, no dispondría quien escribe estas líneas de estímulos intelectuales suficientes para sostener tanto aparato retórico.