jueves, 23 de mayo de 2013

Entre García Montero y Ángel González

Tiempo inseguro es el título del número 233 de la Revista Litoral, publicado en el año 2002 y dedicado de forma íntegra a la figura del imprescindible Ángel González. Paseo entre las biografías, los textos de homenaje y reconocimiento, el abundante material gráfico, una breve antología, un conjunto de poemas inéditos rescatados para la ocasión. Algo me llama la atención de forma súbita. La transcripción de una conversación entre un Ángel González en rol de entrevistado y un Luis García Montero en el rol de entrevistador. A veces, se aprende más de una conversación cuando se asiste a ella como espectador que cuando se toma un papel activo en la misma. A veces, la propia actividad retórica nos hace perdernos parte de los argumentos del interlocutor porque estamos buscando la forma de construir los nuestros. La distancia del espectador es, beneficiosamente, didáctica. Por ello, se entenderá que no he podido resistirme a la tentación de asistir de forma diferida a la conversación entre esto dos poetas, a los que algo (mucho) les debo. Si ya es difícil hablar de la labor de escribir sin hablar de influencias, sin hablar de los escritores a los que se les tiene un mayor respeto y se les reconoce un magisterio definido en la propia trayectoria, supongo que, al enfrentar un diálogo con una gran personalidad literaria como fue Ángel González, y aun a riesgo de caer en tópicos, no se puede eludir la pregunta acerca de la tradición, acerca de las lecturas decisivas. No descubre nada nuevo el poeta cuando habla de la necesidad de una referencia, de un modelo, pero resultan muy interesantes sus valoraciones. Así, se presenta a la antología Poesía española contemporánea de Gerardo Diego como la auténtica prefiguradora de la tradición para los poetas de la Generación del 50. Cualquiera que se haya interesado un poco por la obra de Ángel González es capaz de identificar dos rasgos esenciales de su poesía: el uso de un lenguaje cotidiano y sencillo, así como la existencia de un compromiso social evidente que late debajo de la superficie del poema y que no es, en sí mismo, el argumento del poema. En ese sentido, sus opiniones sobre ciertos poetas son especialmente relevantes. Así, se nos presenta a Antonio Machado como un antídoto frente a la vulgaridad de la búsqueda permanente y obligada de lo original, frente a aquellos que pretenden separar la vida del arte, desnaturalizándolo, alejando entre sí los códigos con los que se construyen tanto el uno como la otra. En cuanto a Blas de Otero, un apunte innegable: su obra es la más clara demostración de que puede superarse la dicotomía entre la poesía social, políticamente comprometida, y el ejercicio de un estilo cuidado, el cultivo del poema como un acto estético. Porque el poema es, como nos recuerda el entrevistado, básicamente, forma. No es que el contenido haya de perder todo su protagonismo para hundirse en una estructura cuya finalidad sea puramente estética (fonética me atrevería yo a añadir), pero parece claro que la forma es la responsable de la relevancia que puede llegar a adoptar la historia o el argumento que se plantea en el poema. Por tanto, no se hace extraña la confesión que hace el poeta sobre el carácter de sus ocurrencias (lo que otros llaman inspiración), definidas como algo que existe de forma previa al acto de escribir y que se escribe como una necesidad de respuesta. Esta necesidad nacería de un conjunto de palabras irrenunciables organizadas ya como versos y que van a marcar la trayectoria del poema por encima de las condiciones que podría imponer el argumento. Por otro lado, está el, también ineludible, debate acerca de lo sincero y lo fingido en el poema, acerca del yo poético y el yo biográfico. Se ha repetido como un mantra la idea de la imprescindible distancia que debe imponerse entre el yo poético y el biográfico. Ángel González no rechaza esta postura, pero con lucidez nos señala que estamos ante una paradoja. Nadie se atreve a negar que “el poeta es un fingidor”, pero el poema proyecta una imagen sobre quien lo escribe. Y si se quiere que el poema sea eficaz, esa imagen debe decir la verdad. Por ello, es labor del poeta fingir que es uno mismo, haciendo que el personaje ficticio sea creíble y se parezca, cada vez más, a quien lo inventa. En este sentido, si la lectura de un poema ajeno es un acto de conocimiento, la lectura de un poema propio, como bien nos recuerda el asturiano, es un acto de reconocimiento o autoconocimiento. Evidentemente, se trata de un proceso difícil, sobre todo, cuando hay que poner distancia entre lo que se siente y lo que se escribe, cuando se pretende salvar la independencia del poema con respecto a la corriente emocional que nace de los acontecimientos vitales. En esto, los poetas de la Generación del 50 fueron unos maestros y, en sus respuestas, González apunta que su herramienta de distanciamiento es la ironía, un recurso que le permite acercarse a las fuentes del dolor sin dramatizar, con pudor, evitando unos gestos excesivos que el lector no merece. Quizá todo sea más fácil y pueda resumirse en el enunciado más útil que aprendí durante mis años como estudiante de Psicología (y con el que parece estar de acuerdo nuestro ilustre entrevistado): Lenguaje y pensamiento son términos sinónimos. No es que pensemos con palabras, es que pensamos palabras. El descrédito de uno se convierte, inmediatamente, en descrédito del otro.