domingo, 24 de junio de 2012

Feria del libro 2012


Probablemente me equivoque. Pero creo que la Feria del Libro de Huelva del año 2012 es una de las que menos promoción ha recibido desde que tengo uso de razón. Estoy en las redes sociales, vivo en la capital y cerca del centro, escucho todos los días la radio y, sin embargo, apenas he tenido acceso a información sobre el evento. Me enteré por casualidad de que ya había comenzado mientras tomaba una cerveza y, por casualidad, acabo de enterarme de lo cercano que está su fin. Es extraño que un evento que se celebra sistemáticamente todos los años no mejore con el tiempo en su organización y en su capacidad para acercarse a los gustos y necesidades de la ciudadanía. Hablemos de la organización. Si el año pasado celebré el regreso de la Feria a su hábitat natural, la Plaza de las Monjas, y no quise hacer críticas sobre la distribución de los stands y su ubicación en la propia plaza, en esta ocasión, tengo que decirlo: la organización tipo pasillo, de espaldas a la verdadera vida de la plaza, no es más que una clara representación de lo que somos en la sociedad onubense, un mal menor, un “te aguanto porque no tengo más remedio”, un “qué mal visto estaría no organizar la Feria del Libro, pero claro siempre deja algo de dinero en las arcas municipales y tiene que quedar claro que estamos con la cultura y la educación intelectual”. Para que no se piense que esto es una rabieta personal y que mi único afán es criticar, cito un comentario anónimo que alguien me dejó en el blog el año pasado a propósito de la entrada que escribí sobre la edición del año 2011: “Cierto que este año han vuelto a poner la feria del libro en la Plaza de las Monjas, pero los libreros parece que están castigados. Los han puesto en una esquinita mirando a la pared!! No hay derecho...” Hablemos de la fecha. Se pueden discutir muchas cosas alrededor de la Feria del Libro, pero creo que algo que debería estar fuera de toda disputa es la fecha en la que debe celebrarse. El caso de la Feria del Libro de Huelva me recuerda cada vez más al de la Feria de Abril que, año tras año, va siendo desplazada hacia el mes de mayo perdiendo todo el sentido su nombre. A veces me preguntó qué inconveniente tendrá la celebración del Feria en torno al Día del Libro, el 23 de abril. ¿Es que no saben que desde los centros de enseñanza se organizan jornadas culturales y de animación a la lectura para la celebración de esta efemérides? ¿Tan difícil es conjugar la estrategia educativa con la promocional para ofrecer a los ciudadanos en formación un marco reconocible que les haga identificar el sector librero como un servicio necesario para satisfacer sus necesidades de formación, enriquecimiento cultural y ocio? ¿Hay alguna ventaja en organizar la Feria en estos asfixiantes primeros días de junio en los que muchos de los que viven en esta ciudad pasan sus tardes y los fines de semana en la playa? Por otro lado, está el recrudecimiento de la crisis, el paro y la desmotivación generalizada que producen, el excesivo precio de los libros en la mayoría de los casos, el deterioro progresivo de la vida cultural y la increíble facilidad con la que nos estamos acomodando en esta situación. Estoy tan cabreado, que no me va a quedar más remedio que pasarme por el stand de mi amigo José Manuel y comprarle un par de libros de poesía antes de que todo acabe el sábado.

domingo, 17 de junio de 2012

El amor según Manuel Vilas


Bajo el título genérico de Amor, está recogida en la Colección Visor la poesía reunida de Manuel Vilas entre los años 1988 y 2010. El volumen incluye una selección de sus primeros poemas, escritos en la década que va desde 1988 y 1998, sus tres primeros libros de poemas y una serie de poemas inéditos hasta la fecha de publicación. Si se aborda el recorrido por el libro siguiendo la ruta establecida por el orden de las páginas, el lector que ha tomado contacto de forma previa con la palabra de Vilas encontrará a un poeta irreconocible, un poeta en el que extrañan e, incluso, pueden desagradar las preocupaciones estéticas. Solo en algunos poemas puede intuirse lo que vendrá después, entre ellos, “Holderlin”, “La tumba de Jim Morrison en París”, “La clase de lengua”, “El teatro” y “Catulo”. Solo en ellos puede entreverse el rumbo que tomará su concepción poética cuando consiga librarse de los ecos de esa ética adolescente que confunde el sentimiento de confrontación, la incomodidad existencial, con la moral del buen chico que tiene unas claras repercusiones estéticas. Muchas cosas debieron cambiar en el Vilas íntimo (el de la intrahistoria) y en la figura pública (social quizá sea más correcto) durante el proceso que le condujo a la escritura y publicación de El cielo (2000), primero de sus libros de poemas. Dejo claro que, en mi opinión, es este primer título el mejor y más conseguido de los que se recogen en el volumen. En concreto, el poema con el que se abre, “Cien años después”, es un buen retrato de todos los que nos hemos preocupados por cosas trascendentalmente vanales el día antes de jugarnos el futuro frente a un tribunal de oposiciones. Es aquí donde aparece el Manuel Vilas que todos conocemos, ese despreocupado e incorrecto observador, en plena huida hacia lo mundanal; un poeta que canta los hoteles, las playas, el sexo, el alcoholismo y en el que no parece haber nada parecido a una estructura conceptual. Quizás el filón se agotó demasiado rápido, quizá el poeta no quiso ser otra vez el mismo y luchó para eludir la repetición de un esquema preconcebido. Lo cierto es que su segundo libro Resurrección, aunque mantiene cierta conexión con el anterior, empieza a dar cabida a otros paisajes: la ciudad con toda su estructura consumista, las afueras, los polígonos industriales, la España desconocida y los pueblos anónimos que la salpican. Las referencias se multiplican y el foco de atención se reparte entre una infinidad de núcleos que incluyen la propia literatura, la música, las cajeras de los supermercados, la familia, los restaurantes de comida basura. Aparece también en este libro una especie de despersonalización, un estilo de escritura en tercera persona que sigue teniendo como sujeto al autor y que, probablemente, sea el germén o la herencia (yo diría mística) de ese tono grandilocuente característico de Calor, el último de los libros recogidos en el volumen. Es cierto que el sentimiento predominante de su poesía y, especialmente, del tercer libro es el amor, como el propio Vilas argumenta para justificar el título elegido para la recopilación. Pero estamos lejos de lo que suele entenderse por amor humano, amor carnal, amor fraternal y demás acepciones que se suelen evocar para el vocablo. El amor que se refleja en sus poemas solo puede entenderse, en mi opinión, como una especie de amor de dios, ese abstracto concepto que implica amar a todo, a la globalidad de la creación. Y, así, el lector se encuentra con afirmaciones como: “Amo la basura porque la poesía vive ya con la basura. Amé el aire de Chernobyl como amaré las vísceras blancas de la última ballena en Canadá.” El poeta parece constituirse en una suerte de personalidad única, se eleva por encima de quienes coexisten con él, parece haber encontrado un nivel superior de conciencia desde el que imparte sus lecciones infalibles sobre la luz, la muerte, la felicidad. Una vez se comprende, se empatiza, con el Vilas erguido frente a todo, no resulta extraño encontrar un alarde de fusión con el mundo, con todos sus semejantes, como el que aparece en el poema “Amor”. No es extraño que, en el último de los poemas del volumen, el autor acabe autoproclamándose:

Dueño de las almas, de la roja luz, del mar, de las mujeres dueño.
Dueño de toda la carne
en ejercicio terrenal.
Caudillo de Estocolmo, finalmente.