Probablemente me
equivoque. Pero creo que la Feria del Libro de Huelva del año 2012
es una de las que menos promoción ha recibido desde que tengo uso de
razón. Estoy en las redes sociales, vivo en la capital y cerca del
centro, escucho todos los días la radio y, sin embargo, apenas he
tenido acceso a información sobre el evento. Me enteré por
casualidad de que ya había comenzado mientras tomaba una cerveza y,
por casualidad, acabo de enterarme de lo cercano que está su fin. Es
extraño que un evento que se celebra sistemáticamente todos los
años no mejore con el tiempo en su organización y en su capacidad
para acercarse a los gustos y necesidades de la ciudadanía. Hablemos
de la organización. Si el año pasado celebré el regreso de la
Feria a su hábitat natural, la Plaza de las Monjas, y no quise hacer
críticas sobre la distribución de los stands y su ubicación en la
propia plaza, en esta ocasión, tengo que decirlo: la organización
tipo pasillo, de espaldas a la verdadera vida de la plaza, no es más
que una clara representación de lo que somos en la sociedad
onubense, un mal menor, un “te aguanto porque no tengo más
remedio”, un “qué mal visto estaría no organizar la Feria del
Libro, pero claro siempre deja algo de dinero en las arcas
municipales y tiene que quedar claro que estamos con la cultura y la
educación intelectual”. Para que no se piense que esto es una
rabieta personal y que mi único afán es criticar, cito un
comentario anónimo que alguien me dejó en el blog el año pasado a
propósito de la entrada que escribí sobre la edición del año
2011: “Cierto que este año han vuelto a poner la feria del
libro en la Plaza de las Monjas, pero los libreros parece que están
castigados. Los han puesto en una esquinita mirando a la pared!! No
hay derecho...” Hablemos de la fecha. Se pueden discutir muchas
cosas alrededor de la Feria del Libro, pero creo que algo que debería
estar fuera de toda disputa es la fecha en la que debe celebrarse. El
caso de la Feria del Libro de Huelva me recuerda cada vez más al de
la Feria de Abril que, año tras año, va siendo desplazada hacia el
mes de mayo perdiendo todo el sentido su nombre. A veces me preguntó
qué inconveniente tendrá la celebración del Feria en torno al Día
del Libro, el 23 de abril. ¿Es que no saben que desde los centros de
enseñanza se organizan jornadas culturales y de animación a la
lectura para la celebración de esta efemérides? ¿Tan difícil es
conjugar la estrategia educativa con la promocional para ofrecer a
los ciudadanos en formación un marco reconocible que les haga
identificar el sector librero como un servicio necesario para
satisfacer sus necesidades de formación, enriquecimiento cultural y
ocio? ¿Hay alguna ventaja en organizar la Feria en estos asfixiantes
primeros días de junio en los que muchos de los que viven en esta
ciudad pasan sus tardes y los fines de semana en la playa? Por otro
lado, está el recrudecimiento de la crisis, el paro y la
desmotivación generalizada que producen, el excesivo precio de los
libros en la mayoría de los casos, el deterioro progresivo de la
vida cultural y la increíble facilidad con la que nos estamos
acomodando en esta situación. Estoy tan cabreado, que no me va a
quedar más remedio que pasarme por el stand de mi amigo José Manuel
y comprarle un par de libros de poesía antes de que todo acabe el
sábado.
domingo, 24 de junio de 2012
domingo, 17 de junio de 2012
El amor según Manuel Vilas
Bajo el título genérico
de Amor, está recogida en la Colección Visor la poesía
reunida de Manuel Vilas entre los años 1988 y 2010. El volumen
incluye una selección de sus primeros poemas, escritos en la década
que va desde 1988 y 1998, sus tres primeros libros de poemas y una
serie de poemas inéditos hasta la fecha de publicación. Si se
aborda el recorrido por el libro siguiendo la ruta establecida por el
orden de las páginas, el lector que ha tomado contacto de forma
previa con la palabra de Vilas encontrará a un poeta irreconocible,
un poeta en el que extrañan e, incluso, pueden desagradar las
preocupaciones estéticas. Solo en algunos poemas puede intuirse lo
que vendrá después, entre ellos, “Holderlin”, “La tumba de
Jim Morrison en París”, “La clase de lengua”, “El teatro”
y “Catulo”. Solo en ellos puede entreverse el rumbo que tomará
su concepción poética cuando consiga librarse de los ecos de esa
ética adolescente que confunde el sentimiento de confrontación, la
incomodidad existencial, con la moral del buen chico que tiene unas
claras repercusiones estéticas. Muchas cosas debieron cambiar en el
Vilas íntimo (el de la intrahistoria) y en la figura pública
(social quizá sea más correcto) durante el proceso que le condujo a
la escritura y publicación de El cielo (2000), primero de sus
libros de poemas. Dejo claro que, en mi opinión, es este primer
título el mejor y más conseguido de los que se recogen en el
volumen. En concreto, el poema con el que se abre, “Cien años
después”, es un buen retrato de todos los que nos hemos
preocupados por cosas trascendentalmente vanales el día antes de
jugarnos el futuro frente a un tribunal de oposiciones. Es aquí
donde aparece el Manuel Vilas que todos conocemos, ese despreocupado
e incorrecto observador, en plena huida hacia lo mundanal; un poeta
que canta los hoteles, las playas, el sexo, el alcoholismo y en el
que no parece haber nada parecido a una estructura conceptual. Quizás
el filón se agotó demasiado rápido, quizá el poeta no quiso ser
otra vez el mismo y luchó para eludir la repetición de un esquema
preconcebido. Lo cierto es que su segundo libro Resurrección,
aunque mantiene cierta conexión con el anterior, empieza a dar
cabida a otros paisajes: la ciudad con toda su estructura consumista,
las afueras, los polígonos industriales, la España desconocida y
los pueblos anónimos que la salpican. Las referencias se multiplican
y el foco de atención se reparte entre una infinidad de núcleos que
incluyen la propia literatura, la música, las cajeras de los
supermercados, la familia, los restaurantes de comida basura. Aparece
también en este libro una especie de despersonalización, un estilo
de escritura en tercera persona que sigue teniendo como sujeto al
autor y que, probablemente, sea el germén o la herencia (yo diría
mística) de ese tono grandilocuente característico de Calor,
el último de los libros recogidos en el volumen. Es cierto que el
sentimiento predominante de su poesía y, especialmente, del tercer
libro es el amor, como el propio Vilas argumenta para justificar el
título elegido para la recopilación. Pero estamos lejos de lo que
suele entenderse por amor humano, amor carnal, amor fraternal y demás
acepciones que se suelen evocar para el vocablo. El amor que se
refleja en sus poemas solo puede entenderse, en mi opinión, como una
especie de amor de dios, ese abstracto concepto que implica amar a
todo, a la globalidad de la creación. Y, así, el lector se
encuentra con afirmaciones como: “Amo la basura porque la poesía
vive ya con la basura. Amé el aire de Chernobyl como amaré las
vísceras blancas de la última ballena en Canadá.” El poeta
parece constituirse en una suerte de personalidad única, se eleva
por encima de quienes coexisten con él, parece haber encontrado un
nivel superior de conciencia desde el que imparte sus lecciones
infalibles sobre la luz, la muerte, la felicidad. Una vez se
comprende, se empatiza, con el Vilas erguido frente a todo, no
resulta extraño encontrar un alarde de fusión con el mundo, con
todos sus semejantes, como el que aparece en el poema “Amor”. No
es extraño que, en el último de los poemas del volumen, el autor
acabe autoproclamándose:
Dueño de las almas, de
la roja luz, del mar, de las mujeres dueño.
Dueño de toda la carne
en ejercicio terrenal.
Caudillo de Estocolmo,
finalmente.
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