Ya que esto tiene que
empezar de algún modo, empecemos por la imposibilidad de estar
plenamente convencido sobre las propias posturas morales. Salvando
unos cuantos universales y axiomas a partir de los cuales no se suele
estar dispuesto a ceder, la mayoría de nuestras posturas éticas
tienen una estabilidad ficticia, una estabilidad en la que
necesitamos creer para salvaguardar el necesario equilibrio
psicológico. Cualquiera que se detenga un momento a pensar en la
evolución de su propio sistema de valores (me gusta más la palabra
ideología pero ya se sabe que el abuso político que se ha hecho de
este término le ha provocado un serio y triste desgaste), se dará
cuenta en seguida del cambio que ha sufrido su modo de interpretación
de la realidad a lo largo del desarrollo social y emocional que le ha
llevado al momento en que vive. Y si esto no es así, probablemente,
se deberá a que se está haciendo un análisis sesgado e incapaz de
superar las barreras que impone la autocensura. A nadie extrañará
que ahora afirme que este continuo proceso dinámico de la moral me
parezca sano. Me explico. El cambio de postura en los modos de
pensar, cuando puede justificarse, es síntoma, en el mejor de los
casos, de una revisión, de un constante planteamiento de dudas y de
la humildad de admitir que la forma en que se percibe el mundo puede
estar equivocada. Aquellos que se declaran inmutables en su forma de
pensar resultan, en ocasiones, sospechosos de no querer admitir que
existen otras realidades mentales y justifican, de este modo, que se
les atribuya una peligrosa falta de empatía. Se me podría decir que
el cambio de posturas éticas no siempre está bien meditado y que se
trata en muchas ocasiones de una simple sumisión a los contextos. Es
cierto. Pero conviene recordar que éste es un proceso adaptativo y
que, por muchos libros de metafísica que escribamos, seguimos siendo
animales y seguiremos regidos por la darwiniana ley de la lucha por
la supervivencia.
No quisiera detenerme
mucho en este punto. Tan solo quisiera mostrar que esta disertación
no pretende ser una doctrina (preferiría que se la tratara como un
largo listado de imprecisiones) y, además, me gustaría tomarla como
base para enlazar con aquella (ya) vieja idea tan manchada de
postmodernismo, según la cual, el ser humano vive en un estado total
de incertidumbre, no puede aferrarse a ninguna certeza y es normal
ese sentimiento de estar desnudo frente la fría vacuidad del
universo. Lo cierto es que, aunque vieja, esta idea corre el riesgo
de convertirse en pandemia atendiendo a los tiempos en que vivimos.
La famosa crisis (cuchillo) que nos atraviesa empezó por ser
económica y, en estos momentos, parece que no hay un ámbito de la
existencia humana que no esté en clara decadencia. La fe en el
progreso, en la capacidad de mejora, en el trabajo por el bien común
y el esfuerzo colectivo está en caída libre y, por ello,
necesitamos que determinados conceptos, que hasta ahora se
restringían a ámbitos concretos, extiendan su significado y ganen
un mayor valor de uso. Entre esos conceptos, en mi opinión, está la
sostenibilidad. Hemos escuchado hablar de desarrollo sostenible, de
economía sostenible. Desde estas líneas, yo me atrevo a proponer
una hermenéutica de lo sostenible o, mejor dicho, un modo sostenible
de crear realidades e interpretarlas, que ayude a mantener el
equilibrio mental incluso en estos tiempos. Después de estos rodeos,
me siento ya seguro para hacer la afirmación que explica cuál es la
relación de tanta retórica con el motivo que nos reúne en torno a
este verde encuentro: la poesía es una forma sostenible de
enfrentarse a la vida.
Volvamos por un momento
al planteamiento de base postmoderna. Ante aquellos argumentos,
fueron muchos los que, en su día, abogaron por la necesidad de crear
un artificio, una ficción que hiciera habitable el mundo. No es
necesario ser un firme defensor de estas filosofías para estar de
acuerdo en la necesidad de sentar unas bases que reduzcan la
incertidumbre. Sin embargo, al mismo tiempo, es innegable la
dificultad a la que nos enfrentamos cuando pretendemos elaborar o
defender sistemas de ideas que no perjudiquen o incapaciten a los
demás o, llegando un poco más lejos, al resto de entornos que no
nos son propios. Hasta una simple opinión es susceptible de provocar
daños. Decía Cioran que solamente los desharrapados estaban libres
de la culpa de no haber dañado a nadie. Sin necesidad de adoptar
esta postura tan radical, pensemos por un momento en la figura del
poeta en la actualidad, en la supervivencia de la poesía en el
presente, ¿puede un género tan minoritario, tan reducido a la
esfera de lo intelectual, causar algún tipo de daño? ¿Puede hacer
la poesía algo que no sea construir aunque no se lo haya propuesto
de forma explícita? Porque ya sea considerada como ficción o como
un campo de lo creativo que no se circunscribe a la literatura, la
poesía nos ofrece marcos de referencia, andamios sobre los que
construir percepciones e interpretaciones sobre nuestra propia
identidad, sobre el espacio sociocultural que habitamos, sobre la
vida y todas sus cuestiones adyacentes. Este efecto es mayor si
pensamos que la poesía no está concebida para ser explicada y que
es cada lector el que tiene que poner en juego sus armas
intelectuales cuando se enfrenta a un poema. En el proceso de
apropiación psicológica de unos versos, la batalla siempre se gana
desde el plano de la subjetividad y es esta circunstancia la que
anula cualquier capacidad de adoctrinamiento. Por ello, toda poesía
que pretenda imponer un discurso dominante está, antes o después,
condenada al fracaso.
A estas alturas, no es
importante el debate sobre las certezas. Si algo tenemos claro, es
que necesitamos asideros para evitar una espiral de depresión y
desesperanza colectivas. Y uno de los materiales con los que
construirlos es la escritura y la lectura, la libertad con la que la
imaginación discurre cuando pensamos en los poemas que se han cosido
a nuestra piel, cuando fantaseamos sobre la cotidianidad de tantos
hombres y mujeres que dedicaron años a escribir esos libros que nos
fascinan. Y, así, identificamos en las famosas caídas de
arquitecto de Vallejo esa
angustia que nos oprime los domingos cuando anochece, aunque seamos
conscientes de estar leyendo un himno escrito en tiempos de guerra.
Nos sentimos como anónimos estudiantes cuando visitamos el aula de
Baeza en la que Antonio Machado enseñaba francés y casi podemos ver
su presencia mientras se quita el sombrero. Le pedimos a Cortázar en
su tumba que nos obligue a gritar nuestro verdadero nombre. Paseamos
por Rua dos Douradores con la convicción de poder fundirnos en la
confederación de almas que llamamos Fernando Pessoa. Buscamos con un
afán infantil la calle Aire con el estímulo de oír el rumor de una
antigua fuente. Todo ello sin querer entrar en ciertos análisis en
los que el limitado conocimiento de este prologuista acabaría
resbalando. A modo de ejemplo, se podrían recordar las
aportaciones que hace Andrés Sánchez Robayna en el epílogo de su
libro En el cuerpo del mundo sobre
la capacidad de restitución que la poesía tiene sobre la palabra.
Como explica magistralmente el poeta insular, las fuerzas de presión
dominantes a esfera internacional han conseguido desgastar el
lenguaje, reducir la esfera semántica a un valor de mero
intercambio. La palabra, reducida a mercancía, necesita una labor de
recuperación en la que el poeta por oposición, por resistencia, por
actitud crítica, debe tener un papel protagonista. Una vez, oí a un
buen amigo decir que, después de todo, los poetas no somos más que
gente corriente con un gusto especial por la exactitud en el uso de
la palabra. Quizá éste sea un buen resumen.
En
mi opinión, es esa red que para cada golpe, esa capacidad de
interpretación de la vida que tiene el lenguaje poético, la más
clara prueba del carácter sostenible de la poesía, es decir, de su
poder para apuntalar las voluntades humanas. Con toda su artillería
inofensiva, la palabra poética nos ofrece la sombra antes de
desfallecer, nos ayuda a seguir recorriendo el camino haciéndonos
conscientes de la existencia de una multitud de caminos distintos,
nos susurra al oído que no somos más que cambio. Y, así, al
comprender la vida como un trayecto, alcanzamos la certeza de saber
que el paisaje ha de cambiar inevitablemente (nos guste o no nos
guste), recordamos a Neruda en cada paso, pues sabemos que:
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
Enrique Zumalabe Ramblado,
uno de tantos.