martes, 28 de junio de 2011

¿Poesía de la experiencia?

Tiene razón Arthur Terry cuando afirma, en el prólogo a Mujeres y días de Gabriel Ferrater, que todo buen poeta es, en sí mismo, un poeta de la experiencia. ¿De dónde puede nacer el impulso a la creación poética, la erotización de la palabra (por citar a Octavio Paz), si no es de la propia experiencia, del largo proceso de construcción de una identidad personal? Sea cual sea la tendencia en la que se enmarque determinada obra poética, siempre habrá nacido de una trayectoria vital, de una suerte de azares no controlables, de decisiones conscientes e inconscientes que nos llevan a determinados libros y nos alejan de otros, es decir, de vivir y construirse un paisaje a partir de los materiales que uno encuentra en su devenir diario. El problema es que hemos creado una etiqueta y con la etiqueta un estereotipo, que se asocia con demasiada frecuencia a los excesos cometidos por una serie de poetas que, supongo, no hace falta citar. Y, así, se explica el inmediato rechazo que suele suscitar la expresión “poeta de la experiencia” entre quienes la reciben como crítica malintencionada o como halago a su forma de escribir.

En cuanto a los poemas de Ferrater, me están traicionando las dichosas expectativas.

jueves, 23 de junio de 2011

Viaje a Extremadura. Cuarta etapa: Cáceres - Jerez de los Caballeros - Huelva, lunes 2 de mayo.

Me despierto. Estimo que deben ser las diez de la mañana y, según parece, el día debe estar muy oscuro. Es extraño haber dormido de un tirón. Últimamente, no es lo habitual. Decido permanecer un rato más en la cama hasta que oiga algo que me indique que los demás se han levantado. No quisiera ser yo el motivo por el que se priven de un rato más de sueño. Pasa el tiempo. Empieza a resultarme raro no oír nada. A tientas, encuentro el móvil y me llevo una sorpresita. Son las 3:57 y estoy totalmente despejado.

Agobio. Me siento desbordado, inundado más bien, por la biología. Intento ponerme a escribir. No puedo. Intento ponerme a leer. No puedo. Opto por apagar la luz y escuchar la radio. Para ello, primero tengo que resintonizar las emisoras. Me entretengo con La hora de los detectives de Si amanece, nos vamos. Escucho la primicia justo en el momento en el que empieza a difundirse: el ejército estadounidense ha matado a Bin Laden. Pasan de las seis cuando empiezo a quedarme dormido.

Abro los ojos. Escucho pasos en la escalera y hay mucha más luz (aunque tenga un cierto tono grisáceo). Ahora sí deben ser las 10 o las 11. En efecto, me levanto y, a partir de este momento, todo empieza a convertirse en viaje de vuelta. Me visto y recojo la ropa. Bajo a tomar un café. Vuelvo a subir y recojo el resto de mi equipaje: la cámara, el libro de Pamuk (que he traído para nada), el cepillo de dientes, el cargador del móvil... Salimos de Cáceres pasadas las 12 y llegamos a Jerez de los Caballeros antes de las 14.

Comemos en la casa de campo que tienen los padres de Manolo a las afueras del pueblo. Más que una casa, desde fuera, parece uno de esos pequeños hoteles rurales perdido en medio del bosque y que derrocha encanto. Tiene huerta, animales, piscina y una terraza inolvidable. El menú es una apuesta segura: magro con tomate y unos huevos fritos con prueba de chorizo. La enorme diferencia entre el vivo color de las yemas de los huevos que me dispongo a comer y la casi neutralidad de los que compro normalmente en Huelva me hacen reflexionar sobre las ventajas de vivir en en pueblo. Ya en casa de Manolo y Susana, procedemos a disfrutar del postre: una tarta de galletas con una cubierta de chocolate espeso que me parece insuperable. Sobre las 16:00, me monto en el coche y conduzco hasta Huelva sin descanso. Solamente yo conozco el motivo de tanta prisa y la verdad es que no lo voy a contar.

sábado, 4 de junio de 2011

Viaje a Extremadura. Tercera etapa: Feria Nacional del Queso de Trujillo, domingo 1 de mayo.

Diez de la mañana. Sorprendentemente, no tengo resaca. Se puede intuir un día espléndido detrás de las persianas. Recuerdo que ayer llegamos más tarde y más borrachos de lo previsto y temo que los demás descarten la prevista visita a la Feria del Queso. Me levanto, me visto, hago la cama. El agua fría en la cara termina de confirmarme el buen estado de mi conciencia. Bajo al salón y me doy cuenta de que el resto de la gente sigue apurando un rato más de sueño. Me siento a garabatear el cuaderno con una facilidad que no recuerdo haber tenido desde hace años.

Poco a poco, la casa se va despertando. Me alegro de saber que el plan de la Feria del Queso se mantiene. Al menos, para Susana, para Manolo y para mí. Dani, en cambio, decide pasar el día con Guada porque las heridas en el pie no han mejorado lo suficiente. Es extraño pero no siento nada de hambre, cuando lo habitual, por las mañanas, es que no pueda pasar sin el desayuno. Decido tomar un café mientras espero para la ducha. Una vez que termino con los preparativos para volver a salir, espero a los demás hablando con Dani y haciendo algunas fotos a Rulo y a la casa.


Salimos a media mañana hacia Trujillo. Dejamos el coche a la entrada, pues los accesos al centro están limitados a los residentes con motivo de la Feria. Todo Trujillo invita desde el principio a dejarse invitar por el optimismo y la despreocupación. Al llegar a la Plaza Mayor (cuya majestuosidad está medio oculta por el gentío y los expositores), el primer y más importante cometido es comprar los tickets que se canjean por comida y bebida en los stands. Los tickets para el queso y la bebida están diferenciados. En ambos casos, cada ticket cuesta 50 céntimos. En cuanto a la comida, un ticket se canjea por un trozo, taco o lámina de queso sobre una rebanada de pan (o por una rebanada de pan untado con crema de queso). En cuanto a la bebida, un ticket se puede canjear por un vaso (tipo chupito) de vino joven (cosecha). Si se prefiere un vino de mayor calidad, un crianza por ejemplo, el vasito cuesta 2 tickets, es decir, un euro. El resto de bebidas tiene otros precios. La única cerveza que se sirve, Monasterio de Yuste, y el tinto de verano cuestan en los stands que vamos visitando 2,50 €, lo que supone pagar por ellos un total de 5 tickets. Por suerte, el problema de la bebida se arregla con facilidad cuando encontramos el stand de una quesería extremeña que vendía Rey de Reyes (un vino de pitarra que me encanta) a 2 € la botella de 75 cl.

Es difícil transmitir la experiencia que supone para un aficionado al queso esta feria, en la que puedes degustar género procedente de toda España y Portugal. Como se puede imaginar, la mayoría de los stands son de queserías extremeñas, pero aún así la variedad es inabarcable. Por cierto, si a alguien le queda alguna duda, la respuesta es sí: se pasar un día entero comiendo única y exclusivamente queso. Pruebo quesos extremeños, portugueses, manchegos, gallegos y asturianos. Creo que lo que más me sorprende es la crema de Cabrales con aceite de oliva, pero cometo el error de no comprarla.

También se me hace muy difícil transmitir la sensación de felicidad y plenitud que siento durante estas horas. Ese agradable y raro ambiente mental que mezcla la convicción de no poder estar en mejor lugar y circunstancia y, al mismo tiempo, no poder dejar de echar de menos a personas concretas o pensar en cuánto disfrutarían algunos de mis amigos en esta Feria, en un fin de semana como éste. Todo es positivo. El teléfono se encarga de seguir dándome alegrías.

Después de un breve descanso, empezamos la ronda por los stands para comprar los quesos que más nos han gustado. En total, son ocho las variedades que elegimos, varios de ellos galardonados con el primer premio que otorga la Feria. Son quesos de vaca, de oveja y de cabra y, en su mayoría, de procedencia extremeña y portuguesa, aunque no puedo evitar comprar una cuña de Cabrales clásico.

Cuando parece que la tarde no puede ofrecer más sorpresas, decidimos visitar el stand de una quesería que pertenece a una familia en la que Manolo y Susana tienen conocidos. Nos reciben de una manera tan cordial que parece que uno deja de estar en una feria de muestras para entrar en casas de unos viejos amigos. Nos invitan a su espléndido queso y a vino, nos regalan tickets para que sigamos consumiendo, hablamos largamente con unos y otros dando saltos entre distintos temas. Entonces conozco a don Ignacio Plaza, un jiennense de nacimiento y extremeño de adopción. Este señor se puede permitir a sus 95 años estudiar historia en la UNED. Además, es aficionado a escribir y se financia la autoedición de sus propios libros. Paso unos minutos embelesado con su conversación fluida. Se muestra interesado por lo que escribo y me dice que pueden leerse algunos de sus textos en internet. Por si fuera poco, me regala uno de sus libros de poemas, Caminando, y me lo dedica. Le doy las gracias con sinceridad varias veces y le aseguro que el sábado siguiente en la tertulia del New Classic se va a estar hablando sobre él.

Pasar a saludar a esta familia cambia todos los planes de repente y, según parece, la sección más joven insiste en que les acompañemos a la discoteca del pueblo (abierta a una hora tan atípica a causa de la Feria) a tomar la última antes de irnos. La experiencia merece la pena. Una lástima que se agote, precisamente en ese momento, la memoria de la tarjeta de mi cámara de fotos. Tiro del Ipod, pero no es lo mismo. La discoteca está ubicada en un inmenso edificio antiguo de dos plantas cercano a la plaza. En la superior, se puede acceder a una zona de terrazas y jardines desde la que se obtiene una panorámica preciosista del pueblo, que se ve multiplicada por el efecto del esplendor y la posterior caída de la tarde. Al llegar, me siento a observar el ambiente, cómo la multitud va derrochando optimismo y diversión a cada paso. Empiezo a quedarme dormido. Voy a la barra y me encuentro con la decepcionante certeza de que no sirven café. Tengo que recurrir a una de esas despreciables bebidas energéticas para aguantar lo que me queda de tarde. Vuelvo al lugar donde están los demás y me doy cuenta de que debo ponerme a hablar con quien sea y salir de mi estado de ostracismo. Afortunadamente, consigo entablar conversación con la pareja que nos ha traído a la discoteca y (nueva sorpresa) me dicen que son de Los Santos de Maimona. Tengo buenos recuerdos de Los Santos. Rápidamente, me lanzo a hablar sin parar de las dos veces que estuve disfrutando de la Feria de Agosto y doy algunos de los nombres de la gente que allí conocí. Me impresiona comprobar la brecha generacional que puede abrirse entre personas se llevan apenas diez años. Según parece, ya no existe la Feria de Agosto, ya no se hacen los botellones en la fuente del Espantaburros y, los más sorprendente, en un pueblo que no llega a los 9000 habitantes ninguno de los nombres que les cito, les resulta conocido. Mientras hablo sobre el pueblo, evoco constantes imágenes asociadas a muy buenos momentos de los 5 ó 6 días, repartidos en dos veranos diferentes, que he pasado allí.

Con la caída de la tarde, decidimos volver a Cáceres. Al llegar, pasamos junto al centro penitenciario Cáceres – 2. Desde el coche tomo 11 fotos, esperando que alguna de ellas capte la magia de un guiño al magnífico estribillo de Jesucristo García. Estúpida esperanza. Esto es una cárcel y, en las cárceles, el concepto magia del momento no tiene jurisdicción. Cuando llegamos, ya teníamos el pensamiento orientado a planificar la cena. Después de hablar entre todos, decidimos que Manolo, Dani y yo, vamos a acercarnos a La Tarama a por unos bocadillos para comer en casa. Y está claro que, estando en La Tarama, no íbamos a esperar con las manos vacías. Así, que no nos quedó mas remedio que acudir a uno de esos lotes litro de cerveza más ración. Volvemos a casa con los bocadillos, cenamos rápido y casi sin hablar. Nos sentamos en los sofás a ver Thelma y Louis. Al cabo de unos veinte minutos, me descubro luchando contra el peso de mis párpados y comprendo que debería acostarme.

jueves, 2 de junio de 2011

La casa del silencio

Ayer terminé de leer La casa del silencio y la verdad es que ya no me sorprende la enorme calidad literaria de los libros que escribe Orhan Pamuk. Sería improductivo que intentara esbozar un análisis detallado de su prosa porque no me siento capacitado para llevarlo a cabo. Y lo cierto es que un listado de elogios sobre su habilidad narrativa se me antoja insuficiente, sobre todo, para los receptores de estas palabras, que tan acostumbrados están a mi forma de ensalzar la mayoría de los libros acerca de los que escribo. Prefiero, por eso, en esta ocasión, y arriesgándome a que se me acuse de destripar el libro, pasar por encima de círculos los de la admiración y centrarme en la obra. La casa del silencio es una novela coral, en la que asistimos a la historia de una red tejida en torno a tres generaciones de personajes unidos por escabrosos lazos familiares. A través de las primeras personas y la subjetividad de cinco identidades, se da cuenta de historias pasadas y presentes que giran en torno a una casa situada en una zona de veraneo no muy lejos de Estambul. Cada capítulo está contado desde el filtro de un personaje distinto, siendo un total de cinco los narradores. Fatma, la única voz femenina, es una anciana atormentada y la dueña de la casa. Recep es un criado enano, que cuida a Fatma con una dedicación exagerada y soporta su desdén. Faruk es el mayor de los nietos de Fatma, alcohólico y afectado de una obesidad mórbida, historiador que ha perdido la ilusión por su carrera. Metin es el menor de los nietos y está obsesionado con huir a Estados Unidos y dejar atrás Turquía. Hasan, por último, es el sobrino de Recep y está perdido entre la ensoñación, el delirio y una ideología fundamentalista. Con sus altos y sus bajos, la novela es capaz de entrelazar la intrahistoria de un núcleo familiar amplio salpicado de adulterio, alcoholismo, matrimonios disfuncionales y vidas frustradas, con la Historia de su país y el análisis de los problemas que laten en la sociedad turca. Desde mi punto de vista, es ésta la mayor virtud de Orhan Pamuk. Nadie duda ya que un buen novelista debe ser capaz de delinear biografías e identidades para cumplir con el criterio de calidad fundamental de una narración, la verosimilitud. Pero su capacidad de dar cabida, al mismo tiempo, en sus páginas al conjunto de relaciones sociales y culturales del tiempo histórico en que transcurre la acción es una habilidad que no se aprecia con la misma intensidad en todos los novelistas. Quizá, más que una destreza o una demostración de virtuosismo, se trata de la confesión de un desasosiego, una puerta que se deja abierta al lector para entregarle parte de las preocupaciones intelectuales que obsesionan al autor. Pamuk nos permite de esta manera conocerle un poco, no se esconde bajo la máscara de las historias personales. Al contrario, al situarlas en un contexto político bien definido, nos permite tener la ilusoria sensación de haber estado dialogando más que leyendo, como si no fuéramos únicamente receptores de su libro. Probablemente, por esto me gusta tanto Pamuk, el Cortázar de Libro de Manuel, el Delibes de Cinco horas con Mario y de Los santos Inocentes.