Yo conocía a Bioy
Casares como el nombre que necesariamente aparece ligado a Borges, me
había hecho una idea de él como de una especie de escudero o, con
menor intensidad, un discípulo, alguien cobijado a una buena sombra
que había sabido ofrecer su colaboración al gran maestro. Sin duda
alguna, se trataba de un prejuicio, más por el momento temporal
previo de la cognición con respecto a la toma de contacto que por la
presencia de un tono valorativo en sí mismo. Lo cierto es que le
envidiaba su cercanía a ese Borges descomunal, por el que llegué a
sentir una admiración profunda (casi veneración). Alguien me había
recomendado la lectura de La invención de Morel,
pero no supe atender a ese consejo hasta muchos años después. Y lo
cierto es que no fue buena mi incursión inicial en la novela.
Precisamente por la conciencia del “esquema novela” que
interponía maquinalmente entre el libro y yo, había muchas cosas
que no terminaban de cuadrarme. Nadie puede dudar del género del
libro, pero se trata de un relato enrarecido en sus comienzos. El
tono de diario o, mejor dicho, de cuaderno de apuntes que parece
recoger las conclusiones de una experiencia que se vive en primera
persona me estaban desconcertando. Porque ¿cómo pueden no
desconcertar los datos siempre contradictorios sobre las mareas, los
adelantos estacionales, la presencia de dos soles luciendo en un
mismo cielo de forma simultánea? ¿Cómo no puede desconcertar que
un intruso no sea detectado aún cuando comete los errores más
notables, que parezca no ser visto pese a su torpeza o a su mala
fortuna? ¿Quién podía esperar, a fin de cuentas y después de
aquella vieja idea previa que sobre Bioy me había construido, que
iba a verme frente a una especie de historia de ciencia ficción más
bien intrascendente? Estaba equivocado. Mi desconcierto no iba a
guiarme hacia una opinión negativa o indiferente. Todo lo había
planificado el propio Bioy y lo había ejecutado con maestría en la
voz que narra en primera persona y con un tono de informe de
explorador, una voz que gradualmente consigue que desarrollemos hacia
ella una mayor empatía, un afecto creciente. Es evidente y demasiado
fácil, tan fácil que es casi faltar a la verdad, afirmar que la
respuesta está en Morel. Porque la realidad es otra, la realidad es
que la respuesta solamente puede encontrarse en Faustine y que La
invención de Morel es,
definitivamente, la más conmovedora de las historias de amor a las
que he asistido como lector.
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